MUSICA DE MIEDO

domingo, 1 de septiembre de 2024

Mi verdadera enemiga

 


Autora: A. R. García - Cuentos 

Desde que nací fui un niño enfermizo. Me enfermé un par de días después de haber llegado al mundo y estuve en el hospital con altas posibilidades de morir, cosa que, milagrosamente, no ocurrió. Dicen que mi madre, todavía con el vientre abultado, se la pasó en la capilla, arrodillada, pidiéndole a Dios que me salvara. Al parecer sus ruegos fueron escuchados, porque me recuperé y pudimos volver a casa. Según me cuentan, mi papá falleció cuando ella tenía seis meses de embarazo, en caso de haberme perdido a mí también, no lo hubiera soportado.

Desde ese día mi mamá se dedicó a mí. Me acunó en sus brazos de día y de noche, me alimentó y siguió mi desarrollo con ojo científico. No se perdió mis primeras risas, mis primeros balbuceos, los primeros intentos que hice para gatear, mis tambaleantes primeros pasos y mis primeras palabras. Siempre fue dedicada, tierna y atenta, pero debo de aceptarlo, también se volvió sobreprotectora. Esa cualidad, por supuesto, la entendía, pues si salía a la lluvia, para la noche ya me estaba muriendo de pulmonía. Si comía fuera de mi casa, sin duda terminaba con tifoidea u otra infección desagradable. 

Dado que mi padre al morir dejó un seguro de vida que incluía una pensión generosa para mi mamá y fondos educativos para mi educación, no existían motivos de preocupación ni distracciones para alejarnos.

Aun así, a los cuatro años me contagié de varicela y a los cinco me dio sarampión. A los siete, en segundo grado de primaria, hubo un brote de hepatitis y, claro está, a mí me afectó también. Conforme crecía yo intentaba independizarme un poco, hacer las cosas por mi cuenta, sin embargo, la vida se encargaba de mostrarme que esa no era una opción para mí. Un día, a los ocho años, un peldaño de la escalera fabricada con madera que nos permita ir de la planta baja al primer piso, en el cual estaba mi habitación, se rompió justo cuando yo iba pasando. Mi pierna se fue para abajo, se raspé toda la extremidad y el impacto de bajada me causó un esguince, me lastimó la cadera y me fracturó la muñeca derecha, pues usando la mano evité caer por el agujero recién formado. 

Terminé de forma temporal en una silla de ruedas, enyesado de la pierna y el brazo. Me la pasé postrado por tres meses y tuve que mudarme por unos días a la habitación de mi mamá, pues mandó retirar la escalera de madera y levantar una de concreto. A los doce años, ya casi terminando la primaria y preparándome para la secundaria, comencé a experimentar unas extrañas crisis emocionales, caracterizadas por unas espantosas pesadillas y un constante semblante nervioso. Me sentía intranquilo y temeroso, aunque no lograba entender por qué. Lo único que me daba calma era estar junto a mi madre. Por ese motivo solicitó un profesor privado que me instruyera para cubrir los tres años de secundaria.

En ese tiempo muchas cosas cambiaron para mí. Me volví un joven callado, tímido, me costaba hablar con otra persona que no fuera mi mamá o el profesor, también me abrumaba la idea de salir, como si mi hogar fuera un refugio y el exterior una zona de peligro. Así pues, opté por continuar la educación en casa, pero el maestro que acudió también tenía programas de visita a museos y fue ahí donde se descontroló todo, ya que en una de esas visitas coincidí con la excursión de otra escuela. Sí bien, sufría de una inmensa introversión, logré hablar con una joven llamada Daniela e, incluso, intercambié teléfono con ella. 

Al principio esperaba a que mi mamá se durmiera para utilizar el teléfono de la cocina y hablar unos minutos con mi amiga, luego le pedí permiso directamente para hacerlo en la sala. Mi mamá dijo que no tenía problema, pero cuando le consulté si podía salir con Dani, su actitud cambió. Quiso saber cuándo, a qué hora pretendía irme, cuánto tiempo y a dónde pasaría a recogerme. También me pidió detalles de lo que haríamos y yo me esforcé por solventar todas sus preguntas. Con mucha reticencia aceptó. No obstante, las salidas se tornaron habituales y con cada una el humor de mi mamá se iba modificando. 

Una mañana, al siguiente día de haber salido con la chica, desperté con un terrible dolor de estómago. Me dolía la cabeza, tenía nauseas y mareos. Mi mamá me llevo al hospital y dijeron que era un cuadro de intoxicación. Me medicaron y estuve en observación por el resto de la jornada. Después de eso, un desfile de enfermedades me impidió ver a mi querida amiga, muchacha por la que mi corazón latía de forma extraña cada que la recordaba. Después de la intoxicación se me inflamaron los intestinos y mi dieta se redujo a líquidos. En menos de una semana bajé cinco kilos y como la cosa se extendió por casi un mes, terminé con el aspecto de un esqueleto.

Lleno de desesperación, le pedí a mi mamá que me llevará al hospital y me internaron al descubrir que estaba presentando una desnutrición acelerada. 

Estuve casi una semana ahí, conectado a sueros y otros liquidos que buscaban restablecer el equilibrio de mi organismo. 

Volví a casa hecho un espectro, pero ansioso por tomar el teléfono y hablar con Daniela. Le conté todos mis pesares y su dulce voz me revitalizó. 

Las cosas parecieron ir mejor, pero entonces, una tarde, al encender la lámpara con el objetivo de charlar con mi querida confidente, experimenté una descarga electrica que nuevamente me mandó al hospital. No lo entendía. Parecía demasiada mala suerte. Permanecí tres días internado y me ordenaron absoluto reposo, un lapso que pasé metido en mi cama, adolorido, charlando con mi madre, la única persona que estaba cerca de mí. Las circunstancias me hundieron en un desánimo enorme, hasta las ganas de hablar por teléfono se me fueron. Cuando Dani llamaba, yo no quería contestar, estaba agotado de un modo inexplicable. 

Claro que... Tenía diecisiete años, no era normal. Así fue como descubrí lo que pasaba y la verdad me horrorizó.

Baje un domingo a la cocina, ya no quería comer en mi cama. Escuché el movimiento de los trastes y no hice ruido, quería sorprender a mi madre, sin embargo, el sorprendido fui yo. Mi mamá tenía sobre la barra de la cocina un montículo de medicamentos que machacaba y ponía en mi plato, en mi vaso de jugo y en la mantequilla de mi pan. Observé frascos de analgésicos, antiinflamatorios, antibióticos, antidepresivos y tabletas de nombres impronumciables. Cuando terminó de mezclar todo, lo puso en una bandeja y dio vuelta para llevármelo. En cuanto notó mi presencia, las cosas se le cayeron de las manos y el estruendo nos paralizó. Ella miró la barra, intentó ocultarlo, excusarse, pero yo lo vi todo. 

—¿Qué haces, mamá? —Pregunté con incredulidad. 

Mi madre no supo qué contestar, pero a mí el miedo me dominó, lo único de lo que estaba seguro era de que debía alejarme de esa casa. Di pasos vacilantes hacia la puerta y de un salto mi mamá me derribó, se puso a llorar, luego me suplicó que no me fuera y que no lo volvería a hacer. 

—¿No vas a volver a hacer qué?

—No volveré a lastimarte, hijo, no volveré a causarte accidentes ni a electricutarte. Te juro que no te daré nada que te haga daño, tiraré los frascos, pero no te vayas, no me dejes. 

La vida se aclaró, ella sola confesó. Subí a mi cuarto, le pedí que me preparara algo para cenar y mientras ella se esforzaba por cocinar lo más delicioso que pudiera, yo salí de la vivienda. Me arrastré hasta la oficina policíaca y acompañé a los oficiales de regreso. Durante todo el camino rogué que fuera un malentendido, un error, un delirio.

No fue así, llegué para encontrar a mi mamá desesperada. Al verme corrió a abrazarme, yo me retiré y los agentes la sujetaron. 

—¿Qué hiciste? ¡¿Qué hiciste?! ¡Soy tu madre! 

—Esto está mal, mamá, entiéndelo. Está mal —le dije.

—No, no te van a apartar de mí, no me importa lo que deba de hacer. Te vas a quedar conmigo, a mi lado, para siempre. No te puedes ir con esta gente ni con la asquerosa esa que te llama. Eres mi hijo, debes quedarte conmigo siempre. ¡Quédate conmigo! Porque si intentas irte, haré llegar que sea, óyelo bien, lo que sea, romperé todas las escaleras por las que pases, rasgaré todos los cables eléctricos, te quitaré la vida si es necesario. Así te quedarás siempre conmigo, mi niño. 

Aquella perorata enloquecida firmó la sentencia de mi madre. Se la llevaron entre gritos y rasguños. La enjuiciaron. En la casa hallaron medicina que no debía de tener a menos que un médico se la ordenara, también poseía recetas falsificadas y unas cajas de medicamentos para animales. Sufrí tanto. Me dolió en el alma descubrir tal engaño. Padecí demasiado antes de superarlo, no obstante, un día, de repente, las cadenas se cayeron. El dolor disminuyó y, gracias al cielo, Daniela me acompañó.

Dani, la más dulce pieza de este aterrador rompecabezas, una luz en mi negro camino, una joven maravillosa a quien acompañé en los estudios, me acompañó en los míos y, eventualmente, se convirtió en mi esposa.

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