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Título: Propósito de Navidad
Autora: A. R. García - Cuentos
Apenas llegó diciembre, Anselmo comenzó a levantarse temprano. El primer día imprimió diversos carteles y los dejó por toda la colonia. En la semana siguiente tocó de puerta en puerta y llamó a sus familiares. El diez de diciembre se puso una chamarra enorme, bufanda y gorro, luego sacó una mesa a su patio y abrió el portón.
Pasaron varias horas antes de que se asomara la primera persona, pero después de ella acudieron muchas más. Todas iban cargadas con ropa calida, cobijas en buen estado y diversos artículos de despensa básica.
A cada asistente, Anselmo le daba las gracias y le entregaba una tarjeta.
A medio mes, llegó su hermana mayor junto con su pareja e hijos; para el siguiente amanecer tocaron la puerta sus padres y su hermano más pequeño. Para el veinte, ya estaba la familia reunida, así que la recepción de donativos aumentó y se agilizó.
El 23 de diciembre, Anselmo estornudó y dio las gracias sin que nadie le dijera «salud». Se hallaba en su recámara y se levantó para recibir al chófer de un tráiler que le brindaría sus servicios más tarde.
Al medio día, faltando treinta y seis horas para Navidad, el hombre presionó el botón del interfón colocado en la entrada de un albergue y una mujer delgada, con ojeras bajo los ojos, se asomó mostrando una sonrisa inmensa.
—Los niños no saben nada, será una sorpresa —dijo en voz baja.
El camión ingresó y pronto una caterva de chiquillos se acercó a mirar.
En cuanto abrieron la caja del tráiler, Anselmo saltó diciendo «jo, jo, jo, feliz Navidad», con lo cual el público enloqueció de alegría. Su familia, disfrazada como duendes, repartió innumerables bolsas de regalo y le entregaron a la delgada señora más de diez cajas con víveres.
Antes de que anocheciera, Anselmo se sentó en una banca y vio a su gente recibiendo abrazos y agradecimientos en la lejanía, sin embargo, no se les unió, sacó una de las tarjetas que les daba a los donadores y observó la fotografía de una mujer y una niña, así como las palabras escritas debajo: «este año queríamos llevar alegría a los niños que lo necesitan, lamentablemente la vida no nos permitió hacerlo en persona, por eso papá lo hará por nosotras. Guadalupe y Estefi».
Sí, aunque se estuviera rompiendo en pedazos, Anselmo cumplió el anhelo de su amada familia.
Tan ensimismado estaba, que no vio de dónde salió una chiquilla de vestido amarillo y cabello rojizo, hasta que le habló:
—Tú no eres Santa Claus, ¿por qué trajiste regalos?
—Era algo que planeaba hacer con mi esposa e hija.
—¿Y dónde están?
—Estan... En otro sitio... En el cielo.
—¡Oh! Se murieron. Mis papás también. La cuidadora dice que debo decir «lo siento», pero ellos me golpeaban a cada rato. ¿Tú también eras violento con tu hija?
—¡No! —Gritó el hombre indignado.
—Oh, qué bello, entonces no te sientas triste. Ellas están orgullosas de ti, el dolor pasará y un día, cuando menos lo esperes, volverás a sonreír. No te tienes que levantar rápido, tómate tu tiempo, la herida va a sanar de forma lenta, hasta que recordar duela sólo poquito. Muchas gracias por todo, señor Anselmo, estoy muy feliz, hace frío, pero mañana el sol brillará con fuerza.
Al oír la última frase, el hombre levantó la cabeza, aquellas palabras las solía decir su hija cuando algo le salía mal y necesitaba ánimo para intentarlo después. Se incorporó a la carrera con la intención de alcanzar a la chiquilla, pero llegó junto al resto de los niños y la perdió de vista. Así pues, Anselmo avanzó hacia la responsable del lugar y le preguntó por la pequeña pelirroja vestida de amarillo, ella lo contempló confundida y sólo atinó a responder que en el orfanato no había nadie con esas características.
El hombre se quedó pasmado durante unos segundos, después marchó hacia su mamá y entre sus brazos se desplomó con un intenso llanto. Sí, sentía tanto dolor, pero también sabía que, en efecto, un día el sol brillaría con fuerza.
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