MUSICA DE MIEDO

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miércoles, 28 de febrero de 2018

LA ULTIMA CARRERA



Hay que reconocer que los policías viven a diario situaciones terribles de violencia extrema. Conviven con las peores miserias o tragedias que la mente humana puede concebir. De manera cotidiana deben tragarse el dolor y el miedo, y apenas expresar lo vivido en un frío y precioso parte policial. Luego tienen que seguir adelante como si nada hubiera pasado. Sin embargo, muchos policías quedan marcados para siempre, como le ocurrió al agente Carlos Bonilla. De todas las situaciones complicadas que vivió, hubo una que se le metió en la memoria más profunda. Se trata de un caso de dos jóvenes que decidieron arriesgar sus vidas en una última carrera.

Ocurrió una noche, mientras Bonilla trabajaba en la seccional 16 de la ciudad de Montevideo. Aquella vez, le tocó hacer la ronda a pie en el radio 4, que es una zona que se transforma en una boca de lobo de madrugada, un lugar muuy oscuro y peligroso a la vez. Por eso el agente estaba sorprendido de lo tranquilo que estaba camino Corrales esa noche. Sin embargo, a eso de las 4 de la mañana, la paz se esfumó en un segundo cuando lo llamaron por una accidente que acababa de ocurrir en el cruce de las calles Puntas de Soto y Veracierto.

{Se acabó la tranquila}, pensó Carlos, que tuvo que correr unas veinte cuadras para llegar al lugar. Cuando le faltaban aproximadamente dos cuadras ya vio que la mano venía mal. En una plazoleta había varios vecinos y dos cuerpos tirados en el piso al lado de una moto destrozada. Todos gritaban, pero sobre todo un grupo de chicos que no pasaba los dieciséis años de edad, porque parecía querer abalanzarse sobre los cuerpos que estaban tendidos sobre el asfalto, y una señora preguntaba a los gritos: {¡¿Dónde están los padres de estos muchachos?!}.

La escena era tan desgarradora que Carlos se olvidó del cansancio y volvio a correr, por los nervios nomás, porque evidentemente ya era demasiado tarde. Cuando estaba como a unos treinta metros se resbaló y cayó. Se levantó rápidamente, pensando que había pisado una cáscara de banana o al así, pero no, eran rastros de sangre y sesos desparramados por toda la cuadra. Tuvo que contenerse para no gritar él también. Como pudo llegó a la plazoleta y trató de interrogar a los muchachos que se abrazaban con las caras bañadas en lágrimas y arrugadas de dolor.

Los muchachos le dijieron que estaban ahí tranquilos, tomando algo y conversando un poco, hasta que llegó Pablo con su moto nueva. Una moto enorme de 500 centímetros cúbicos. Todos estaban deslumbrados y querían ver a Pablo volar por las calles en su moto soñada. Y Pablo, sabiendo que sus amigos morían de ganas de subirse con él y viajar a toda velocidad para sentir la adrenalina como nunca, preguntó en voz alta: {¿Quién se sube conmigo?}.

La barra empezó a insistirle al Napo para que subiera a dar una vuelta, ya que era el más jovencito y le encantaban las motos. El Napo dudó unos instantes, pero seguro que no quiso quedar en ridículo con las chicas y subió. Antes de salir, Pablo le apostó al resto del grupo que era capaz de ir desde donde se encontraban hasta Hipólito Irigoyen, llegar a avenida Italia, que estaba a un par de kilómetros, y volver en menos de dos minutos. Aquello era una locura, era prácticamente imposible realizar ese recorrido en tan poco tiempo, a no ser que la moto volara. Y al parecer sí volaba.

Salieron velozmente y se perdieron de vista por la avenida Veracierto. A pesar de que la pequeña luz roja trasera de la moto se hundió en el horizonte, el sonido ensordesedor del motor se seguía escuchando a lo lejos. Justo cuando faltaban unos pocos segundos para que se cumplieran los minutos que había apostado Pablo, los vieron volver a toda velocidad. Y allí, a pocos metros de sus amigos, para lucirse frente a ellos, Pablo intentó llevar a cabo una maniobra muy peligrosa conocida como Willy, que consiste en levantar la rueda delantera sin disminuir la velocida de la moto. Pero algo falló y la flameante moto trastabilló estrepitosamente, desarmándose y dando vueltas imposibles por el aire, mientras ambos pasajeros salían despedidos con violencia y rebotaban bruscamente sobre el asfalto.

Eso fue lo que le contaron los muchachos al agente Bonilla que, a pesar de que no podía salir del impacto, permaneció consolándolos y esperando a que llegaran sus compañeros de la seccional 16. Cuando llegaron, poco después, Bonilla se encargó de subir en un camión de un vecino los restos de la moto, porque a los humanos ya no los quería ver más.

Empezaban a vislumbrarse las primeras claridades del día cuando lograron cargar los hierros retorcidos. Como no había cuerdas para atar la moto, Bonilla se ofreció a ir en la caja del camión, sosteniendola. En el fondo lo que quería era alejarse y olvidarse de todo aquello lo más pronto posible. Sin embargo, no pudo.

Suspiró aliviado cuando el camión arrancó, pero a la media cuadra el vehículo pisó un pozo y saltó. Bonilla hizo el gesto de estirar la mano para agarrar la moto del asiento, para que no se cayera, y ahí, recién ahí, comenzó el verdadero infierno. Al principio Bonilla pensó que se le nublaba la vista porque, de pronto, las claridades de la mañana se hicieron noche otra vez, el viento le castigaba la cara y él ya no se sentía en la caja del camión, sino en el asiento trasero de la moto a 180 kilómetros por hora. De manera inexplicable, el agente de policía estaba viendo el último viaje, la última carrera del Napo.

En la visión del agente, el Napo lloraba por el viento y por el miedo, y un grito le salía del pecho: {¡Pará, pará anormal que nos matamos!}, mientras veía pasar a su lado las luces, las casas y los árboles de Veracierto. Pablo estaba como enfermo, se reía a carcajadas y aceleraba cada vez más, a pesar de que su amigo le pedía desesperadamente que disminuyera la velocidad. Con el corazón estrujado por el pánico, el agente Bonilla supo que el Napo pensó en su madre cuando sintió que no la iba a volver a ver, y quiso pedirle perdón.

En la visión, Bonilla seguía viendo a los muchachos que se acercaban a toda velocidad. Pablo intenntaba ganar esa ridícula apuesta y el pánico le apretaba la garganta al Napo, al reconer, a lo lejos, a los amigos en la plazoleta que festejaban su regreso. Volvió a gritarle a Pablo: {¡Pará imbécil que nos matamos!}, pero Pablo continuó riéndose a carcajadas, mientras aceleraba a fondo e intentaba levantar la rueda delantera de la moto, a pocos metros de la llegada. Todo salió mal. Unos instantes antes del espantoso golpe que le rompió la cabeza en mil pedazos, el Napo volvió a pensar en su madre y, esta vez, le pidió perdón.

No fue el sacudón de la caída lo que hizo volver a Bonilla en sí de aquel sopor misterioso, fueron los sacudones del camionero que le preguntaba qué le pasaba que gritaba desesperadamente: {Pará que nos matamos, pará que nos matamos}, cuando el camión iba apenas a 20 kilómetros por hora. Bonilla miró al camionero, sacó la mano del asiento de la moto y se puso a llorar como un chiquilín.

Ese mismo día, en vista de los acontecimientos ocurridos, el agente sintió la obligación de realizar una de las tareas más duras de su vida: comunicarle a la madre del Napo que su hijo había fallecido. El sol ya estaba alto cuando llegó a la casa antigua que pertenicía a la familia del difunto muchacho. Fue su madre quien abrió la puerta. Luego de recibir la funesta noticia, la mujer hizo una mueca de espanto que contuvo un grito, se tapó la cara con ambas manos y estalló en un llanto tan amargo que le produjo un nudo en la garganta al responsable agente. Bonilla, al contemplar su tristeza, quiso consolarla y le dijo que en lo último que pensó su hijo fue en ella y en pedirle perdón. Tardó un rato largo pero, cuando pudo volver a respirar, la mujer le preguntó: {¿Y usted como sabe?}. Bonilla no supo qué responder.

Detrás de esta tragedia se esconde un importante mensaje: debemos ser prudentes cuando estamos al volante y no desafiar a la muerte. Manejar una moto a una velocidad extrema por las calles y avenidas de una ciudad, sin usar casco, es como jugar a la ruleta rusa. En aquella última carrera de Pablo y el Napo, la Parca se llevó consigo, de manera absurda, dos vidas. Igualmente, esas almas siguen corriendo, aunque esta vez de boca en boca, a través de una leyenda impactante que desafía los límites de las Voces Anónimas.


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