Soy enfermera hace varios años, el hospital, con sus largos pasillos vacíos y el eco de pasos perdidos en la noche, siempre tenía un aire de misterio en las horas más oscuras. Esa noche, el turno en la maternidad parecía más pesado de lo habitual. El silencio era abrumador, roto solo por los monitores que pitaban de vez en cuando. Había visto todo tipo de casos, desde nacimientos felices hasta diagnósticos devastadores. Pero esa noche, el cansancio de las piernas me obligó a buscar un breve descanso.
Eran las cuatro de la mañana, y el servicio de ginecología estaba en calma. Me recosté en una camilla en una de las habitaciones vacías, buscando aliviar la presión de las horas de pie. El sueño no llegaba, pero el cansancio me envolvía. Cerré los ojos, dejando que la mente se liberara por un momento, cuando de repente, sentí algo estremecedor.
Mis piernas se deslizaron de la camilla, como si alguien las hubiera bajado suavemente. Abrí los ojos de golpe, el corazón martilleando en mi pecho. Miré a mi alrededor, buscando alguna explicación lógica. Pero no había nadie. El pasillo seguía tan vacío como antes, y la luz tenue del hospital no revelaba ninguna presencia. Me levanté, tratando de sacudirme el susto, pero una sensación extraña me envolvía.
Algo en mi interior me decía que debía ir a revisar a mis pacientes. Me dirigí hacia la sala donde yacía una de las mujeres que más sufría. Había estado luchando contra un cáncer de útero terminal, y sus dolores eran tan intensos que no había manera de describirlos. Le había hecho una ronda apenas quince minutos antes, pero ahora sentía una urgencia inexplicable por volver.
Cuando llegué a su cama, el aire se sintió más frío. La encontré inmóvil, el rostro finalmente en paz después de tanto sufrimiento. Había fallecido en ese corto intervalo de tiempo. La observé en silencio, sintiendo una mezcla de tristeza y alivio. Pero, mientras miraba su cuerpo, una sensación escalofriante me recorrió la espalda.
No podía sacudirme la idea de que había sido ella quien me había bajado las piernas de la camilla, como una última despedida. Como si hubiera querido avisarme de su partida, como si necesitara que alguien supiera que, finalmente, había encontrado descanso.
Regresé al pasillo con el alma en vilo, y la noche nunca me volvió a parecer tan tranquila. Desde entonces, cada vez que siento un ligero toque en la oscuridad, me pregunto si es algún espíritu en busca de consuelo, o una advertencia de que, en algún lugar cercano, alguien está a punto de despedirse de este mundo.
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