Autora: A. R. García - Cuentos
A pesar de que hicimos todo lo posible para evitar el fatal desenlace, ahora Sofi caminaba hacia mí y sus ojos carecían de la amabilidad que la caracterizaba cuando estaba vida.
Por más que intentaba comprender por qué al mundo le estaba pasando esto, no lograba hallar una respuesta, lo único que sabía es que la infección apareció y se esparció como una llamarada que avanza por un pastizal seco. Mi familia desapareció en las primeras horas y, cuando creí que me uniría a ellos, Sofi me tendió la mano y me animó a luchar. Fue valiente incluso si teníamos mínimas posibilidades de sobrevivir.
Lo hicimos bien durante casi dos semanas, en las cuales vimos a innumerables personas esforzándose y tratando de vencer a los muertos, sin embargo, pronto se unieron al ejército de cadáveres y nos mostraron lo ridículo que era confrontarlos.
El día en el que encontramos una casa de bardas altas, con la puerta abierta, agua y un almacén lleno de provisiones pensamos que se trataba de un milagro, un mensaje del Todopoderoso para que siguieramos adelante. No nos faltaba nada, de hecho, contaba con un jardín en el que de inmediato plantamos maíz y otras semillas.
La fatalidad vino una tarde en la que escuchamos el griterío de los muertos y también el llanto de un niño. Sofi, mi querida amiga, siempre dulce y llena de bondad, no pudo resistirse y salió a ese infierno terrenal. Yo me quedé dentro de la casa, no quería estar afuera, odiaba que los fallecidos caminarán y se hubieran convertido en bestias salvajes ansiosas por devorar la carne de los vivos.
Desde una ventana del segundo piso vi que dos niños desaparecían bajo una estampida de seres anormales y también noté que la conmoción embargó a mi amiga. Sofi se quedó paralizada a medio camino, con una escopeta inmóvil entre sus manos. Cuando los muertos se dieron cuenta de su presencia, yo bajé corriendo y me dirigí hacia el portón. Nunca he sido rápida. Al abrir la puerta contemplé que ellos ya estaban sobre mi compañera, la jalé con desesperación y la metí a la casa. En tanto los muertos golpeaban la puerta, yo no podía apartar los ojos de las mordidas que Sofi llevaba en los brazos.
Tres horas exactas transcurrieron hasta que comenzó la fiebre, después experimentó un colapsó inminente. Ocho horas más adelante me hallaba mirando a mi amiga y sosteniendo un arma cargada. No sabía qué hacer. Miré su cabello y esos ojos que brillaban de alegría cuando hacíamos locuras. Me acordé del día en el que la conocí y de esas anécdotas que nos convirtieron en amigas. Pensé, en milésimas de segundos, que era demasiado cruel lo que nos pasaba, pero así estaban las cosas y nada ni nadie nos rescataría.
Observé a Sofi, una chica que tiempo atrás me era desconocida y que llegó a formar parte de mi familia. Ella me miró de vuelta y sus ojos blanquecinos dejaron caer una lágrima, me pregunté si su conciencia estaba peleando contra el instinto salvaje que dominaba su organismo ahora, pero pronto supe que no, que Sofi se fue y ahí sólo quedaba un vestigio de su existencia.
No podía seguir sin mi amiga, yo no tenía la capacidad para pensar en tantas cosas y enfrentar escenarios tan horrendos como los que nos rodeaban, así que solté el arma y extendí la mano derecha. Sofi, o lo que quedaba su consciencia, la tomó con fuerza, pero no me dañó. Acercó la boca a mi piel y mordió de una manera anormal, sus congéneres arrancaban pedazos de sus víctimas, pero Sofi me traspasó la piel con gentileza, casi no me dolió.
Ya no teníamos remedio, en ocho horas la infección me dominaría y el único pensamiento que mantenía en mi cabeza era que, de una u otra forma, me quedaría junto a mi amiga, deambularíamos hasta el fin del tiempo dentro de esa casa y seríamos parte del apocalipsis donde la humanidad se extinguió. Esa era, sin duda, la experiencia más fuerte que compartiríamos a lo largo de nuestra bella amistad
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