MUSICA DE MIEDO

lunes, 9 de septiembre de 2024





Mi verdadera historia comenzó hace ya muchos años el día en que acabé con la vida de dos personas.

No me malinterpretes; no fue el comienzo de mi vida, pero sí el punto en el que cambió para siempre. Era joven, arrogante, y ya había cometido suficientes errores como para saber que el mundo no tiene compasión. Había aprendido a robar, a sobrevivir a base de engaños y mentiras, pero nunca había tomado una vida. Aquella noche, sin embargo...
Éramos tres, y huíamos de la ciudad. Los alguaciles nos pisaban los talones, y sabíamos que tarde o temprano nos alcanzarían. Pedro, el mayor de nosotros, era el cerebro. Alto, de manos grandes y sonrisa torcida, siempre sabía dónde encontrar algo de valor. Luego estaba Hernán, impetuoso y violento, con una malicia que podía sentirse en el aire a su alrededor. Y yo, el más joven, Moreno me llamaban, un nombre tan genérico como los rasgos que llevaba en mi rostro, salvo quizás por la cicatriz en la ceja izquierda, recuerdo de una pelea que perdí.
Caminábamos por el bosque cuando la vimos. La casa, pequeña y discreta, se encontraba medio oculta entre los árboles, como si el bosque la hubiera envuelto para protegerla de miradas indiscretas. Pedro fue el primero en notarla, y con un gesto rápido, nos indicó que nos detuviéramos.
—Mira eso —dijo en voz baja, señalando la casa con un dedo sucio—. Dos mujeres, solas.
A lo lejos, alcanzamos a ver la silueta de una mujer en la puerta. Morena, de piel clara, cabello suelto y largo, como ríos de oscuridad que caían por su espalda. Junto a ella, una chica, apenas una adolescente, observaba hacia el camino.
—No parecen tener mucho —murmuré, inseguro—. Apenas una choza.
Pedro me lanzó una mirada, entre molesto y despectivo.
—No seas idiota, Moreno. Mujeres solas en medio del bosque, algo deben tener. Y si no, las haremos pagar de otro modo.
La mirada que Hernán me lanzó entonces no dejaba lugar a dudas sobre lo que quería decir. Mi estómago se retorció, pero no dije nada. Ya había aprendido a no contradecirlos.
Pedro nos dio instrucciones claras: esperaríamos hasta que cayera la noche. La oscuridad nos daría la ventaja de la sorpresa. No había luz en esa casa, apenas el resplandor de un fuego bajo en el hogar que nos indicaba que estaban allí. Con la mente enfocada en el botín, Pedro y Hernán estaban dispuestos a todo, pero yo... Yo no estaba tan seguro.
La noche cayó, oscura como un manto sin estrellas. Entramos en la casa sin hacer ruido, y en un instante, la tranquilidad del bosque se transformó en caos. Pedro y Hernán atacaron primero, cada uno tomando a una de las mujeres. Las ataron rápidamente mientras yo permanecía en la entrada, incapaz de moverme. Mi mente era un torbellino de pensamientos, de dudas. ¿Podría escapar? ¿Debería ayudar? ¿Y después qué?
—¡Moreno, ven aquí! —ordenó Pedro, arrastrándome hacia la cama donde yacía la mujer mayor, desnuda, atada y con los ojos desorbitados por el terror.
Hernán se rió, disfrutando de la desesperación en mi rostro.
—Serás el primero, así no podrás traicionarnos. Harás lo que tengas que hacer.
Me empujaron hacia la cama, forzándome a subir a horcajadas sobre la mujer. — Lo siento—, murmuré. Era ella o yo. Entonces lo vi bajo la almohada, un pequeño cuchillo, apenas visible. La mujer me miró, y en ese instante, entendí. Era un pacto no dicho, una última esperanza que ambos compartíamos.
Sin pensarlo, tomé el cuchillo. Liberé a la mujer en un movimiento rápido, casi instintivo, y en un abrir y cerrar de ojos, todo se volvió una vorágine de gritos, golpes y sangre. Los otros dos se vieron superados, no sólo por la fuerza física, sino por la furia contenida, por la desesperación de quien no tiene nada que perder. En cuestión de minutos, Pedro y Hernán yacían en el suelo, la vida escapándose de sus cuerpos en susurros agónicos.
Horas después, los hombres del alguacil llegaron, buscando a los tres delincuentes que habían asaltado la ciudad. Estaba dispuesto a entregarme pero las mujeres hablaron antes que yo, inventando una historia en la que yo era un viajero perdido que había llegado justo a tiempo para salvarlas. Los alguaciles no dudaron, y se llevaron los cuerpos de Pedro y Hernán, dándoles el fin que sus acciones merecían.
Pero mi historia no termina ahí. Me quedé en el bosque, lejos de la ciudad y sus recuerdos, lejos de la vida que había llevado hasta entonces. Las mujeres me enseñaron a cazar, a vivir en armonía con la naturaleza que me rodeaba. Con el tiempo, me convertí en un hombre diferente, uno que encontró su lugar en el silencio y la soledad del bosque.
Años más tarde, cuando la mujer que me salvó ya era abuela, tuve la oportunidad de devolverle el favor, salvándola a ella y a su nieta (que siempre vestía una capa roja) del ataque de un lobo. Pero esa es otra historia, una que, tal vez, ya habréis oido más de una vez.

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