Lo peor de trabajar en la noche es tener que cruzar esas calles vacías y mal iluminadas. Siempre pensé que los cuentos de payasos asesinos eran pura exageración, pero aquella noche, todo cambió.
Había terminado mi turno, eran cerca de las tres de la madrugada, y como siempre, tomé el atajo por ese callejón oscuro y estrecho. Nunca me había dado problemas, pero esta vez fue diferente. A mitad del camino, lo vi. Una figura en la penumbra, alta, con el cabello encendido en llamas rojas y un traje de payaso que parecía salido de una película de terror. Al principio pensé que era solo un tipo raro, un borracho disfrazado o algo así, pero cuando se giró hacia mí, sentí cómo se me helaba la sangre.
Su cara, Dios, su cara... pintada de blanco, con una sonrisa torcida que parecía estirarse más allá de lo humanamente posible, y esos ojos, brillantes y maliciosos, clavados en mí. Estaba a punto de dar media vuelta y correr cuando lo vi avanzar hacia mí, sus pasos lentos pero seguros. No sé si fue el miedo o el instinto de supervivencia, pero mis piernas empezaron a moverse antes de que mi cerebro pudiera procesarlo.
Corrí. Corrí tan rápido como nunca antes en mi vida, con el sonido de sus pasos resonando en el callejón detrás de mí. Podía sentir su aliento en mi nuca, esa risa espeluznante que parecía perforar la oscuridad. Llegué a la avenida principal, donde las luces y el tráfico finalmente me hicieron sentir un poco más seguro.
No volví a tomar ese atajo, y desde entonces evito las calles solitarias. Algo en esos ojos me hizo entender que no todos los monstruos se esconden en
la oscuridad; algunos, como él, disfrutan cazando a plena vista.
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