MUSICA DE MIEDO

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domingo, 4 de noviembre de 2018

LOS HOMBRES VERDES






-A veces veo hombres verdes-

Tanto Meredith como la Doctora Flannery intercambiaron una mirada interrogante en dirección a la niña de la camilla. Mantenía la mirada fija en el suelo, las manos entrelazadas sobre los muslos y los pies balanceándose en el aire.

-¿Hombres?- Repitió la doctora, echando un vistazo a un par de hojas de papel que llevaba prendidas en la carpeta.

La niña pareció a punto de decir algo, pero sacudió la cabeza sin despegar la vista del suelo.

-No son hombres normales. Son altos, muy altos.- Se llevó la mano derecha a la altura de la cabeza y, trazando una línea imaginaria por encima de ella, añadió, bajando la voz: - Casi se chocan con el techo-

-¿Se dan con la cabeza en el techo?- Preguntó de nuevo la doctora. Meredith frunció el ceño: no entendía qué tenía de relevante aquella información.

La niña volvió a cruzar las manos sobre los muslos.

-No. Con el sombrero-.

La doctora asintió, haciendo un gesto para que continuase.

-Me miran con ojos de huevo-

-¿Ojos de huevo?- Preguntaron ahora las dos mujeres a coro.

La niña estiró sus párpados, imitando los ojos de los hombres verdes. Después continuó, sin soltar sus párpados.

-Nunca se mueven ni hacen nada. Pero, cada noche...-hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo susurrando- cada noche que los veo están un paso más cerca de mi cama.

La doctora Flannery hizo a la madre de la muchacha acompañarle fuera de la sala

-Está sana.-explicó- Se trata tan sólo de su imaginación. De todos modos, voy a recetarle unas pastillas para dormir.

-¿No afectarán a su rendimiento escolar?-protestó Meredith.

-Puedo recetarle otras con el efecto contrario, para que se las dé con el desayuno. Pero no sobrepase la dosis de una pastilla diaria.

Unas horas más tarde, madre e hija regresaron al caserón en que vivían. Cuando llegó la noche y ambas se encontraban en la habitación de la niña, la mujer le tendió una diminuta pastilla de color azul y un vaso de agua.

-Tómatela, te ayudará a dormir.-explicó- Ahora te traeré un vaso de leche.

-¿Dormir?-repitió la niña, muy flojito. No quería dormir, no con aquellos bichos verdes allí.

Con un poco de remordimiento, lanzó la pastillita azul debajo de la cama y se bebió el agua de un trago.

Esa misma noche se la pasó oculta bajo las sábanas de florecillas, acechando por entre los pliegues a los hombres verdes, parados frente a la peluda alfombra rosa a los pies de su cama. Vistos más de cerca, descubrió que no había nada más en sus rostros ovalados que sus ojos de huevo.

A la mañana siguiente, la niña se levantó agotada: no había dormido nada en toda la noche, asustada por la presencia de los hombres. Meredith, confundiendo su cansancio con el efecto de las pastillas, le obligó a tomarse una pastilla blanca y alargada entera, en lugar de tomarse tan sólo una mitad como solía hacer con pastillas tan grandes. Trató de escabullirse como la noche anterior, pero esta vez su madre estuvo atenta a que se la tomase. En cuanto la niña obedeció y tragó la pastilla, se encontró cara a cara con un hombre verde, acechándola con sus ojos de huevo a través de uno de los ventanucos de la cocina.

Dio un chillido, pero no respondió a las preguntas de su madre al respecto. Se echó la mochila al hombro y salió de la casa. En cuanto lo hizo, descubrió a los hombres verdes esperando al lado de las escaleras. Cerró los ojos con fuerza y siguió andando en línea recta: el autobús esperaba.

Estuvo a punto de tropezarse un par de veces, pero entró. Y encontró a los hombres verdes junto al conductor, aunque él no parecía reparar en ellos. Tomó asiento y esperó a llegar al colegio sin despegarles los ojos de encima.

Salió del autobús deprisa y entró en clase, agazapándose en su pupitre. Afortunadamente, los hombres verdes no habían llegado hasta allí. Tomó una bocanada de aire y atendió la lección de plástica.

-Ahora tendréis que representar el paisaje que veis por la ventana, usando vuestra propia percepción del mundo que os rodea.-explicó la profesora, haciendo un gesto teatral con las manos abarcando su alrededor.

La niña echó un vistazo por la ventana. Efectivamente, los tres hombres verdes se encontraban taponando su visión, unos metros más adelante.

Se retorció en su asiento y negó a obedecer. Sin embargo, terminó cediendo a la regañina de su profesora y, temblando, extrajo la pintura verde de su estuche. Cuando terminó, la clase estaba a punto de acabar y ella estaba tan asustada que sentía ganas de vomitar. No sabía el qué, pero algo en aquellos hombres verdes le hacía sentir miedo.

Sonó el timbre del recreo, pero se negó rotundamente a salir del edificio y encontrarse con ellos de nuevo. En vez de eso, entró en la biblioteca y buscó algún libro para distraerse. Lo encontró, en una de las estanterías más elevadas. Se titulaba: Guía para combatir los monstruos de debajo de la cama.

Se puso de puntillas, pero aun así no lo alcanzaba, así que movió una de las sillas y se encaramó a ella, alzando los brazos hacia su salvación. Sin embargo, en cuanto retiró el volumen de su correspondiente hueco, un ojo enorme y ovalado apareció al otro lado. La niña cayó de la silla con un gemido lastimero y echó a correr hacia el cuarto de baño como alma que lleva el diablo.

Se encerró en uno de los cubículos echando candado y pestillo y comenzó a leer, pese a que temblaba tanto que el libro amenazaba con resbalarse de sus manos. Allí decía que la única manera de que aquellos monstruos no saliesen durante la noche era mantener la luz encendida, ya que pensarían que aún era de día y permanecerían dormidos. La niña se preguntó si aquello sería aplicable a sus hombres verdes, ya que también la seguían de día, pero siguió leyendo.

No escuchó nada mientras leía, pero cuando alzó la cabeza en un momento determinado de su lectura, vio varios pares de piernas verdes por la parte de debajo de la puerta, muy muy cerca. Cerró los ojos y, apretando el libro con fuerza contra su pecho, lloró en silencio hasta que escuchó abrirse la puerta del baño, varias horas después.

Cuando recuperó del todo la noción del tiempo, estaba de nuevo en casa con su madre. Le dolía la cabeza y escocían los ojos.

Su madre le había preguntado varias veces por la pastilla de anoche tras recibir quejas de otros profesores y, finalmente, la niña había confesado. Ahora, se estaba tomando la pastillita bajo la atenta mirada de su progenitora.

Aquella noche, ya no vio hombres verdes.

Esa misma noche, ya de madrugada, Meredith se despertó por un ruido extraño. Se acercó a la habitación de su hija, pero lo vio todo en orden. Sin embargo, advirtió que la niña se había dormido con la luz encendida.

Se acercó a ella, sonrió, le dio un beso en la frente, e, incapaz de ver los hombres verdes que esperaban a tan sólo un paso de su cama, apagó la luz.

La mañana siguiente, encontró a su hija totalmente inmóvil sobre su cama. Respiraba y le latía el corazón, pero esos eran los únicos signos de vida que le quedaban.

Sin embargo, algo que intrigó a los médicos, aparte de el rictus de horror que atravesaba su rostro y su estado comatoso, fueron sus pupilas, totalmente verdes.


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