MUSICA DE MIEDO

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lunes, 21 de agosto de 2017

EL GATO BLANCO




Tras la muerte de mis padres, advertí una soledad nociva cernirse sobre la vasta residencia que me habían heredado. El silencio sepulcral de los pasillos me comenzaba a turbar, y la no respuesta que recibía cualquiera de mis llamados me instó a conseguir un compañero que quebrase esta incomodidad que se multiplicaba durante mis noches de insomnio. Descarté casi de inmediato la posibilidad de un acompañante humano: los únicos que carecían de mi total desprecio habían abandonado este mundo.

Resolví, entonces, adquirir una mascota. Si bien un canino parecería la opción adecuada para ahuyentar el silencio de mi hogar y colmar mi vida de júbilo, el solo pensar en el constante barullo que seguramente provocaría un perro, junto a su invariable necesidad de recorrer espacios abiertos, me inclinó a decantarme por un gato.

Reuní el valor suficiente para abandonar mi morada y dirigirme al establecimiento adecuado para realizar la compra, pero en el camino me detuve abruptamente en medio de la calle al sentir en mi nuca la presión que otorga la certeza de estar siendo observado. Se trataba de un felino de reducido tamaño que me clavaba la amarillenta mirada desde una de las ramas de un árbol cercano. El gato, blanco como el cielo de mi ciudad durante los otoños, permaneció inmóvil ante mí. Me situé tan cerca como me fue posible sin respuesta aparente del animal. Gozaba de una belleza extraña, como extraída de poemas olvidados, y su pelaje exhibía una claridad y pulcritud impropias de un animal callejero. Resultaba evidente que era la mascota de algún vecino, por lo que proseguí mi camino; pero no tardé demasiado en notar que el animal seguía mis pasos, algunos metros atrás.

Sin más dubitaciones y convencido de que hacía lo correcto —así lo dictaba el destino—, conduje al animal de regreso a mi hogar. Él sería mi nuevo compañero.

El gato adornó de inmediato mi morada. Su silueta blanca se recortaba contra las paredes de la casona cuando la recorría. El animal, lejos de retener el temor u hostilidad comunes en criaturas abandonadas, parecía regocijarse ante su nueva vida, y no perdía oportunidad de frotarse contra mí en muestra de gratitud. Me invadió una alegría que había creído perdida hacía muchos años.

Con el pasar de las semanas, el tamaño del animal se incrementó lo mismo que su hambre. Era voraz: cada vez me veía obligado a comprar mayor número de conservas para su consumo; asimismo incrementaba la dosis de mi medicamento, pues el insomnio me atacaba con mayor ferocidad.

Al tiempo que suministraba dos robustas latas de pescado a mi mascota, arribó a mis manos una nueva droga desde un lejano laboratorio que afirmaba haber desarrollado la cura definitiva para el mal que me aquejaba. Consumí, como ya era costumbre con otros medicamentos, tres pastillas de aquel paquete. Deambulé por la casa, mareado, unos minutos antes de advertir que había cometido un grave error. La elevada dosis castigó mis sentidos y me forzó a recostarme para no caer desmayado ahí donde me encontraba, en el suelo de la sala de estar. Transcurrió apenas medio minuto antes de que mi consciencia sucumbiera a las profundidades del sueño.1

La oscuridad era absoluta. Oía en la lejanía poco más que chillidos inconexos provenientes de memorias enclaustradas. No sentía mi cuerpo, y con esfuerzo recordaba mi nombre. Tras cavilar durante un tiempo indeterminado, recordé qué había sucedido e, incluso abstraído en el mundo onírico, luché por despertar con presteza. No temía por mi propio bienestar, ni mucho menos por el de mi residencia.

Temía por mi gato. ¡Cuánto tiempo habría pasado! No cabía duda que debía estar hambriento, y yo sufría al ser incapaz de levantar mi cuerpo para alimentarlo. Me retorcía entre gemidos de impotencia mientras luchaba con cada retazo de lucidez que me restaba para lograr despertar.

Y, al fin, lo conseguí. Despegándome del sosiego que me envolvía, lentamente y ardiendo en un empeñó mayúsculo, quedé fuera del sueño al que me había inducido por accidente. Mi primer impulso fue el de llamar a mi gato por su nombre. Esperaba que acudiese al llamado al instante, hambriento como debía estar, pero no obtuve respuesta inmediata. Permanecí recostado durante unos segundos antes de levantarme y caminar con torpeza. La oscuridad no se disipaba...

Aún me encontraba a la espera de que mi vista regresara cuando, llevando mis manos a las cuencas vacías de mis ojos, reparé en que el gato blanco ya había comido

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